Bipolaridad
¿Quién se ha subido a mi hamaca?
La tierra no es más que un momento, una noche que recordar, entre el cielo y el mar puedes volar, eterna oscilación de lo que fue y lo que vendrá. Rafael Alberti
Ser inestable emocionalmente es una desgracia. Así, por lo menos, lo plantea la sociedad en la que vivimos y así lo difunden las ciencias de la salud mental. Si uno es bipolar, está prisionero de un hábito de inconstancia, irregularidad y desorden, va y viene de la depresión a la manía, y es un tormento para sus seres queridos. Lo mejor que puede hacer es quedarse quieto, no moverse mucho y resignarse a una vida controlada y sin mucha esperanza de cambio. ¡Pero el mundo está en constante cambio! No importa, usted se queda inmóvil. Pero, ¿por qué? Simplemente, porque usted es bipolar y no sabe respetar reglas, no sabe tener límites, no sabe jugar como corresponde, siempre termina perdiendo el control y subiendo y bajando sin medida. ¿Pero, es realmente así?
Y ya que estamos imaginando al bipolar como “un mal jugador”, puede ser interesante apuntar la idea de que la bipolaridad desproporcionada es el resultado de juegos mal aprendidos. ¿Puede ser? ¿Cuáles juegos? Cuando éramos bebés teníamos una comunicación singular con mamá, una comunicación que nos sostenía y serenaba. La mirábamos y encontrábamos sus ojos que nos sonreían y nos acariciaban, tendíamos nuestros pequeños brazos y mamá nos levantaba y abrazaba, dilatábamos y entreabríamos nuestra boca para encontrar un pecho que nos alimentara y nos nutriera con calor. Cuando todo eso ocurría, nos sentíamos seguros y amados y nuestra estima y nuestra confianza se afirmaban.
Pero, si ante nuestra mirada percibíamos frialdad como respuesta, si ante los labios palpitantes se estrellaba un pezón ausente o distante, si ante las manos que buscaban abrazos recibíamos rechazo, la situación era muy otra. Aunque la rabia nos embargara e hiciéramos berrinches como un modo de expresarla, el corolario era que nos sentíamos no queridos, rechazados como una pelota rebotada. Entonces, nuestra estima, nuestra confianza y nuestra seguridad se marchitaban. Y, claro, después de tantas experiencias reiteradas el yo herido en su afirmación se volvió un incrédulo de sí mismo y de sus fuerzas Éstos son los primeros juegos fracasados, los primeros desafíos malogrados, pero que necesitan de otros fracasos sucesivos para hacernos bipolares desgraciados.
Cuando estaba en el vientre de mamá acontecían muchas cosas. Entre ellas, al caminar o moverse, mamá me mecía. También, yo subía y bajaba y giraba sobre mí mismo. Recuerdo que, además, tuve que girar para nacer y eso me dio un poco de trabajo.
Cuando nací, los brazos de mamá o de papá o de los abuelos me acunaban y, más tarde, me hacían avioncito y caballito… y todo eso era como recordar las mismas cosas que hacía antes de asomarme al mundo. Ya más grande, la hamaca, la calesita y el sube y baja, en la plaza o el parque, remplazaron el cuerpo y las manos de mis padres y abuelos.
Todos estos juegos me enseñaron muchas cosas: sensaciones de riesgo y placer, acercarme y alejarme, subir y bajar, desprenderme y asirme, girar sin marearme; pero, lo fundamental es que aprendí a sostenerme por mí mismo. Primero, fueron los cuerpos de mis padres, luego la hamaca, la calesita y el sube y baja, ahora soy yo quien se sostiene por sus propios medios. Pero, ¿si no jugué? ¿Si no aprendí a ser el timonel de mi hamaca, de mi calesita y de mi sube y baja? ¿Si no aprendí a hamacarme y volar por mí mismo? ¿Y si no sé sostenerme por mis propios medios? ¿Si no aprendí a girar sobre un eje, a cambiar las perspectivas de lo que veo, manteniendo un centro? Desde luego, el resultado es que voy y vengo, subo y bajo y giro sin control. Es como si alguien se hubiera subido a mi hamaca y me hamacara a su antojo, y por más que grito y pido para que pare y me deje ser el dueño de la hamaca, sigue subiendo y bajando… subiendo y bajando… y parece que no puedo hacer nada para impedirlo. Pero, ¿quién se ha subido a la hamaca?
Ésta es una pregunta que intento responder en lo que escribo y en lo que exploro (en mí o con otros), a la par que divulgar mi convicción de que si jugando nos hicimos bipolares desdichados, jugando podemos dejar de serlo y transformarnos en bipolares venturosos.