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Remedios para bipolares – 1ª parte

Remedios para bipolares – 1ª parte

Nada revela tanto la necesidad y la importancia de algo en la vida humana como su ausencia. (Pensemos en la ausencia de salud, trabajo o dinero, del amor o de toda esperanza…) Lo mismo sucede con la ausencia de equilibrio.

Pero, ante todo, ¿qué es el equilibrio?

Recurramos a la etimología, al sentido originario de este término. Proviene de la palabra latina aequilibrium (cuyo prefijo aeque significa «igual») y los diccionarios, en general, lo definen como «estado de inmovilidad e inacción de un cuerpo sometido a la acción de fuerzas que se compensan por ser de la misma intensidad y obrar en sentido opuesto // peso igual a otro peso y que lo contrarresta // armonía o proporción en la distribución de cosas que son diferentes // aplomo, templanza, ecuanimidad y prudencia en los actos y juicios // sensatez y astucia para mantener la propia opinión en una situación difícil».

El equilibrio, según el diccionario, consta, por lo tanto, de un juego de fuerzas y contrafuerzas (y, por la definición, no sólo físicas). Da la imagen de relación entre cosas diferentes (y hasta opuestas), en busca de una igualdad de nivel entre ellas y en su justa proporción de peso (como pesa la balanza de Dios, lo intenta la de la ciega Señora Justicia y no con mucha frecuencia la de los hombres…). De paso, observemos que el diccionario menciona que el equilibrio se refiere también, figuradamente, a la armonía entre cosas diferentes y a ciertas cualidades del alma: aplomo, templanza, prudencia, sensatez…

A su vez, el Pequeño Larousse diferencia dos tipos de equilibrio: el estable y el inestable. Dice del primero: «aquel en que el cuerpo, movido de su posición de equilibrio, vuelve a recobrarla por sí solo»; y del segundo: «aquel en que el cuerpo, movido ligeramente, busca su equilibrio en una posición diferente». Es interesante aquí señalar que, por lo visto, ni aun el equilibrio estable es fijo o inamovible. (Y adelanto que, a los efectos de este trabajo y en mi actividad terapéutica específica, apunto al equilibrio entendido de este segundo modo.)

Por su parte, María Moliner, en su Diccionario del uso del español, anota la acepción de la palabra «equilibrio» que más me interesa señalar aquí: «Cualidad de la persona no susceptible de ser dominada por estados pasionales; no propensa a cambios bruscos de estados de ánimo; incapaz de dejarse llevar por un arrebato de pasión o violencia; que no se aturde; que no se deja llevar por sus preferencias afectivas al juzgar o tratar cosas o personas».

Ahora bien, por nuestra parte podemos afirmar con seguridad que ese estado al que se denomina equilibrio en el ser humano no consiste en absoluto en una quietud —de índole física, o mental, o espiritual— pasiva, pero sí, en cambio, en un movimiento dinámico y constante en torno de un centro desde donde partimos y hacia donde regresamos en cada uno de nuestros actos cotidianos. De manera que la esencia del equilibrio asume, entonces, la forma de la reversibilidad, esa capacidad de ir y volver, de asimilar y acomodarse, de expandirse y contraerse, con la finalidad de encontrar una adaptación creativa cada día más activa de la persona consigo misma, con los otros y con el mundo.

Por otra parte, el equilibrio humano está lejos de ser una función que se limita al espacio que contiene la piel, sino que, por el contrario, implica una fuerte conexión con el entorno. Y la posibilidad de alcanzar una consistente armonía de esta naturaleza sólo es viable si se renuncia al imaginario de creer que es posible construir una estabilidad fija e inmutable, y si se deja de insistir con procurar obtenerla a cualquier precio; esto es: la armonía se alcanza si oscilamos, si vibramos, si fluimos, si pulsamos. En suma, si descendemos y ascendemos, si nos dilatamos y nos crispamos, si nos alegramos y entristecemos de un modo constante y proporcionado. Y esto es así porque el equilibrio es algo vivo y en movimiento —como la vida misma y la Naturaleza toda—; una cualidad positiva que demanda este ejercicio de centrarnos y descentrarnos para poder existir como humanos.

Hay hitos en la historia de cada persona que se conectan con la cimentación del equilibrio personal y todos ellos se articulan en dos principales vertientes: cuerpo y vínculos. Uno y otros están interpenetrados, y así como para nacer uno debe tener cuerpo, para evolucionar es necesario formar parte de la trama de relaciones interpersonales.

Nuestra vivencia corporal labra nuestros vínculos y nuestros lazos afectivos modelan nuestro cuerpo, y el resultado es que el cuerpo es un tejido vincular y los vínculos son una malla corporal. Entre uno y otro registro de la experiencia las emociones operan como bisagra de conexión y separación. De esta manera, al hablar de relaciones no sólo narramos una historia sino que exponemos un cuerpo y un mundo emocional. Y con cada uno de los términos ocurre lo mismo, cada uno de ellos refiere a los otros: la emoción es cuerpo, el cuerpo es historia y la historia es vínculo.

Entonces, cualquier experiencia de construcción del equilibrio personal —que acontece por el doble camino de las relaciones y la vivencia corporal— es una práctica al mismo tiempo emocional, corporal y vincular, en el doble carril del tiempo (historia) y el espacio (ámbito donde la historia se hace carne). Nada queda afuera; todas las esferas se afectan mutuamente y, si alguna se bloquea, todo el edificio se fragiliza en sus fundamentos.

Los vínculos y el cuerpo

Desde la concepción cada persona es el fruto de la relación entre otras dos —cada una con su cuerpo, mente y espíritu—, y todo el embarazo es, en sí mismo, una experiencia vincular. Esto último no sólo ocurre a causa de la estrecha proximidad que el bebé tiene con su madre, sino, además, porque a través de ella está en contacto con los otros y con el mundo.

En su incipiente Yo reverbera lo que su madre siente por (y con) los otros, y a su vez los otros resuenan en su mundo interior por intermedio de la naturaleza de las emociones que su madre experimenta con ellos. Las huellas de tales experiencias van a constituir un importante acervo de la posterior disposición de atracciones y rechazos que lo guiarán en sus relaciones interpersonales. De este modo el bebé aprende, en el seno que lo cobija y al ritmo del latir cardíaco materno, la gama de diferentes vivencias afectivas.

Es interesante observar que cuanto más diversos son estos patrones afectivos, cuanto más rica y versátil es la experiencia emocional intrauterina, más se fortalece el Yo del bebé durante el embarazo y mejor preparado está para enfrentar el desprendimiento de la vida prenatal y la nueva realidad extrauterina posterior a su nacimiento. La pobreza de experiencias afectivas y su falta de amplitud reduce su capacidad para enfrentar los cambios y amoldarse a nuevas realidades. Por otra parte, la estrecha gama de matices emocionales a causa de limitadas experiencias es una condición que restringe el volumen de la disposición para soportar la ambivalencia. Es por esto que, en las personas bipolares, encontramos (cuando se puede levantar el registro biográfico adecuado) una historia prenatal generalmente monocorde en cuanto al tipo de vivencias maternas.

Por lo tanto, el bebé, bajo estas circunstancias, solo conoce un reducido margen de patrones emocionales que no lo prepara suficientemente para los gradientes y la oscilación natural de la vida. Lo que ocurre, entonces, es que las transformaciones a las que está expuesto al nacer lo afectan mucho más significativamente que lo habitual, las contrariedades se vuelven tragedias y lo que podría ser afirmación de logros se torna traumático.

Con su nacimiento el bebé adviene a una realidad diferente (y, desde luego, en cierto modo también hostil —del latín hostis, «enemigo»—, pues la «alianza» intrauterina con la madre, que le garantizó cierta paz y bastante seguridad durante nueve meses, ha sido quebrantada ahora por un «ejército» de desconocidos, liderado por el propio obstetra, que avanza enmascarado al «ataque», lo arranca de su oscuro y cálido «búnker», lo alza por los pies, lo cachetea y lo exhibe desnudo y a la lacerante intemperie como un trofeo de guerra, y luego lo va pasando de mano en mano para evaluarlo, inyectarlo y bañarlo por primera vez en ignota laguna, y hasta para presentarle a un rival poderoso llamado «padre» y a una parentela bulliciosa, de los que heredó su sangre, sus rasgos y su historia ancestral, y que ya le están queriendo modelar su destino. Y ni hablemos de las condiciones infrahumanas en que nacen los niños pobres del mundo…).

Se corta el cordón umbilical y la conexión natural con su madre también se corta automáticamente, y a partir de ese momento el recién nacido tiene que aprender a dar a conocer y expresar sus necesidades de otra manera diferente de la de su vida intrauterina. El llanto, su boca, su mirada y sus brazos son progresivamente los instrumentos de los cuales se ha de valer, en lo sucesivo, para hacerse oír y reclamar. Tal como dice Alejandra Pizarnik: «Voy a escribir como llora un niño, es decir: no llora porque esté triste sino que llora para informar, tranquilamente» (la frase en redonda es mía). Lo esperable para él es que, cuando llore, sea consolado; cuando dilate sus labios para buscar el pecho materno, un pezón nutritivo y cálido lo alimente; cuando dirija su mirada a la madre, unos ojos sonrientes y afectuosos lo miren, y cuando estire los brazos, unas manos acogedoras lo levanten y acaricien. Pero ¿qué ocurre si su llanto no es escuchado, si su boca encuentra una teta fría y vacía, sus ojos una respuesta distante o censurante y sus brazos rechazo? Lo que sucede es que en vez de acumular amor, seguridad y firmeza el bebé queda expuesto a ser invadido por sentimientos de miedo, desconfianza e incertidumbre, al paso que una herida de abandono puede ir encallando en su alma.

Ante todas estas circunstancias frustrantes el bebé puede cometer —si se me permite la expresión psicoanalítica— un error fatal de lectura e interpretación de la situación. Y, con el paso del tiempo, puede ir sintiendo, al comienzo a nivel inconsciente, que si no recibe lo que necesita es porque no lo merece, y que no lo merece porque es indigno de ser amado. (Esta descalificación de su persona será luego concretamente verbalizada y vivida con dolorosa convicción a partir, sobre todo, de la pubertad o la adolescencia, y esta baja autoestima, a su vez, se irá arraigando en su psiquismo como una verdadera creencia; de allí sus conflictos en relación con sus vínculos interpersonales ya de adulto.)

Ahora bien, la no satisfacción inmediata de sus necesidades primarias (nutrición, protección y amor) van generando en el bebé displacer corporal y emocional y también sembrando la semilla del odio, la desconfianza y la hostilidad hacia el mundo exterior, a modo de reacción ante lo que vive como carencia. Y, al mismo tiempo, estos sentimientos negativos se vuelcan hacia su principal «contacto» con el afuera y con los otros: su madre, la persona que él ama y siente con todo su cuerpo. He aquí su dilema —anterior, incluso, a la adquisición de su lengua materna y por lo tanto al significado de tales significantes—: amor-odio y atracción-rechazo por la persona a la que más quiere y más necesita. Por lo tanto, a medida que el niño crece y puede asignarles nombres y cualidades a estos sentimientos enfrentados, se le va haciendo necesario mantenerlos apartados y distantes de su mente y de sus afectos, ya que el riesgo de experimentarlos simultáneamente es (en su fantasía) provocar aún mayor rechazo, por parte de su madre, del que ya sufre con tanta intensidad. (Además, ese sentimiento «inmanejable» de odio le despierta mucha culpa, pues al padecerlo está transgrediendo el mandato de que la madre debe ser amada, que se le inculca a todo niño ya desde muy pequeño.)

La separación entre ambos aspectos emocionales (amor y odio), que es paralelo a una disociación en el Yo (un yo valioso y otro despreciado), se consolida como antagonismo irreconciliable, y fracasa, de este modo, la conquista de un requisito importante para la madurez psíquica: la integración ambivalente.

¿Cuál es la consecuencia de no aprender a integrarnos con la polaridad oscilante y esencial de la vida humana y de la Naturaleza? Estar siempre, desmesuradamente infelices, en un lado o en el otro: en la luz o en la oscuridad, en el amor o en el odio, en la alegría o en la tristeza, en la manía o en la depresión; siempre blanco o siempre negro; nunca grises, nunca gradientes, nunca alternancia apropiada de matices, ni de emociones equilibradas en armónica proporción; siempre la amenaza de esa excluyente, pobre y patológica polaridad que nos desgarra de la unidad de los opuestos complementarios de que consta el universo (y que tan bien representa —hay que reconocerlo aunque uno no sea taoísta— el redondo símbolo del Tao, con un círculo negro dentro de lo yang —lo blanco, la energía masculina, lo activo, el calor, lo solar…— y un círculo blanco dentro de lo yin —lo negro, la energía femenina, lo pasivo, el frío, lo lunar…—, en perpetuo movimiento como la Naturaleza misma, y en fluido y armonioso oscilar del blanco al negro y viceversa…).

Juegos infantiles La experiencia del «no»

El “no” aparece, en la historia de un niño, como un organizador de la autoafirmación de su Yo, al punto que este adverbio de negación se pronuncia, por primera vez, a partir de la etapa de negativismo infantil. Esto implica no sólo una metáfora —bastante ilustrativa— de la consolidación por oposición de la instancia yoica, sino también de la realización de un avance crítico en el proceso de la autonomía e independencia; y a su vez, tendrá repercusiones de largo alcance para la génesis de la identidad y la vida de cada persona.

Por otra parte, el no verbalizado es una protesta —que ya tiene sus antecedentes corporales: esa boca que se cierra rechazando un alimento o esa cabeza que se mueve de un lado a otro en un claro gesto de rechazo— que conlleva la ratificación de la individualidad naciente y la toma de distancia de la protección y el apoyo ajenos. Cuando se dice “no” quien lo dice se aventura y osa, se arriesga a la brecha, la separación y la eventual soledad. Si el “no” no se manifiesta en toda su expresión, la afirmación personal es imposible y no se puede lograr establecer límites entre el individuo y su entorno. (El «no», paradójicamente, les afirma a los otros la existencia de quien lo pronuncia; más aún: el deseo y a la vez la no voluntad de quien les está diciendo «no» a un mandato, un ofrecimiento o un orden establecido. Y, en ocasiones, ese «no» confirma de forma exasperante, desconcertante, hasta insoportable, la existencia de su emisor. Recuérdese, al respecto, la obra Bartleby de Melville, donde el personaje del escribiente prefiere no hacer la tarea que se le pide, o sea, decir siempre «no».)

Esta experiencia es crucial en cada uno de nosotros para la formación de su asertividad y su personalidad, ya sea autónoma o dependiente, pero en el futuro bipolar tiene un propiedad peculiar.

En el niño bipolar el “no” no se traduce como una función esperable e inherente al desarrollo normal de su independencia como individuo, sino que él quisiera poder negar sin perder la dependencia o tener que afrontar los peligros de la autonomía. Entonces, establece un patrón de respuesta maníaco-depresivo, sustentado en su incapacidad de integrar polaridades afectivas, que consiste en el rechazo de todo «lo otro», como si su Yo fuera lo único que existiera (manía), o bien, en borrar su Yo y sentirse incapaz y hasta culpable de decir “no” (depresión), como si lo único valioso fuera el afuera. En un caso se expande, en el otro se contrae, pero en ambos se ve privado de aprender del tanteo de la contracción que afirma pero que no estanca y de la expansión que hace explorar los límites sin perder raíces. Esto configura una modalidad particular de la ambivalencia necesaria para un crecimiento maduro.

Continuará…