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Remedios para bipolares -2ª parte

Remedios para bipolares -2ª parte

Verticalidad y movimiento

Tales huellas, la falta de una estructura fuerte para enfrentar la adversidad, la incapacidad de integración ambivalente de la experiencia y del Yo, la dificultad de poder afirmarse en el no, no son menores pero sí insuficientes. No bastan por sí mismas —aunque son necesarias— para impedir la construcción del eje interior y resultar en una bipolaridad desdichada. Hay por lo menos dos series de hechos corporales más: la verticalidad y el movimiento.

¿Qué significa el pasaje a la verticalidad? ¿Qué representa en el niño el pararse?

Ponerse de pie le implica al individuo la posibilidad de caminar, mirar el mundo desde otro horizonte, valerse por sus propios medios para obtener lo que necesita, alejarse y acercarse, reducir el margen de lo aleatorio y la dependencia, tener mayor capacidad para enfocarse en el mundo, mayor arraigo y, en un plano nada metafórico el poder de cambiar la relación con el suelo, ya que el piso deja de ser un espacio de apoyo donde arrastrarse y cobijarse para convertirse en un punto de apoyo para el alejamiento de las seguridades por medio del caminar. Todo esto no sólo es una cuestión corporal, sino que posee además una analogía en lo psíquico: sustentarse por sí mismo, tener dignidad, enfrentar la adversidad, pertenecer y pertenecerse.

Hay otra cuestión, en este punto, que está directamente ligada a la bipolaridad. La verticalidad sustenta al cuerpo, tanto como los vínculos sustentan la identidad, y tal como la columna vertebral en lo orgánico y la personalidad en lo psíquico, son sistemas de unión, sostén y equilibrio, pero también, de movimiento, de alteración, de cambio. ¿Cuál es la importancia de esta marcación?

En el momento en que un niño – sea luego o no bipolar- se para por primera vez, lo hace de un modo experimental e inestable; en suma, oscila al mismo tiempo que se levanta y sostiene. Lo interesante es que su Yo se balancea tanto como su cuerpo, porque en esta etapa su Yo es ante todo cuerpo. Junto con él se mueve, también, su mundo, y la oscilación se convierte, entonces, en una referencia esencial de cómo las cosas funcionan, ya que se establece un esquema de conexiones interiores en torno del significado de esta experiencia de afirmarse oscilando.

Ante ello, la identidad —que se está consolidando de una manera progresiva— percibe que debe abandonar cualquier anhelo de encontrar refugio y seguridad en la fijeza estable (por otra parte tan difícil de alcanzarse y de sostener en el tiempo), sino, en cambio, buscar un fuerte enlace con los ritmos y pulsaciones naturales de la vida (subir y bajar, ascender y descender, entrar y salir…).

El hombre, en la filogenia y en la ontogenia propias de su especie, pasa de una mayor cercanía física con la tierra (cuatro patas, gateo) a un contacto menor con ella. La estabilidad horizontal, de estrecho contacto con el suelo, se pierde al erguirse la persona. En el «ponerse de pie» hay una nítida ganancia para el individuo en varios aspectos, pero, también, un aumento de la inestabilidad. Tal como dice Stanley Keleman: “Este inestable y altamente sensible estar parado es la expresión contemporánea del drama de la evolución. Cuando el hombre se irguió de pie su relación con la tierra se volvió más insegura. Este estado de inseguridad e inestabilidad sirve de base de la conciencia humana Durante los tres primeros años de este drama el niño aprende a ir de una posición horizontal a una vertical, que es, junto con al adquisición del lenguaje verbal, el logro más importante de la vida”

Este proceso implica un esfuerzo muy importante por parte del niño, que debe salir de la condición horizontal (dependencia) y pasar a un estadio de mayor autonomía. Pero, si sus experiencias previas han sido del tipo que hemos descripto anteriormente, es decir, de rechazo y falta de seguridad, es posible que la independencia fracase y que el niño se arraigue en la dependencia y la pasividad anteriores.

La verticalidad está asociada con la identidad y la individuación (con el ser uno mismo) y se relaciona, estrechamente, con la capacidad de mantener equilibrio y poder sostener en el tiempo una emoción, una idea o una actividad. El grado de verticalidad está directamente enlazado con la habilidad para adaptarnos a lo nuevo sin dejar de ser nosotros mismos (equilibrio) y con la resistencia a desplomarnos ante la menor dificultad. Por otra parte, la verticalidad significa mayor apertura vincular: al estar parados abrimos mucho mas nuestra «caja de recepción y exposición», nuestro espacio de contacto e interacción con los otros.

Si tenemos todo esto en cuenta, la experiencia infantil de abandonar el gateo, pararse y caminar está rodeada de importantes connotaciones psicológicas que repercuten sobradamente sobre la manera en como ha de organizar su mundo a partir de este cambio postural. Es un momento vulnerable para el ser humano, y a la vez, abierto a las oportunidades de ir modelando positivamente su personalidad; esta etapa es un eslabón significativo en el viaje hacia el puerto de la construcción del eje interior, pero, también, puede ser una época de naufragio en esta tarea.

La verticalidad es previa al hecho mismo de pararse: el ser humano no se pone de pie porque adquiere la verticalidad, sino que, justamente por tener incorporada la verticalidad como esquema interno, es que se puede parar. Al pararse tantea, desarrolla y comprueba la fortaleza de ese esquema. Si todo está bien, si al erguirse del suelo «no se derrumba el entorno ni la tierra se lo traga a él», la experiencia de apoyarse sobre sus propios pies y valerse por sí mismo robustece su esquema vertical, y su esquema vertical aumenta su potencia para estar parado y moverse así en el mundo. El resultado es que la columna vertebral se refuerza, su autoestima se consolida y el eje interior, su centro de organización y balance emocional, se va constituyendo sanamente y le permitirá funcionar de un modo armónico en su vida.

Pero todo este proceso puede malograrse. En torno a la conquista de la verticalidad puede suceder que un conjunto de vivencias se vayan agenciando de ella para entramarse y menguar la viabilidad de que tal adquisición se acompañe de los correlatos psíquicos correspondientes. Es decir, que el niño se pare y aprenda a caminar (y, desde luego, haga este avance fundamental en lo corporal), pero siga «echado» y «gateando» en lo emocional. De ser así, el eje interior no se va a ir construyendo de un modo benéfico, y la oscilación desproporcionada y el movimiento incoordinado reemplazarán al balance equilibrado.

Cuando estamos de pie nos sostenemos abiertos al mundo, a los encuentros y a la excitación que éstos nos producen. (Y no sólo podemos extender nuestra vista al horizonte para expandir nuestro plexo solar, sino también vislumbrar la esperanza en la solución a nuestros problemas más urgentes y expandir la conciencia.) No somos una masa estática, rígida y fija, sino que fluimos dinámicamente y estamos expuestos a la influencia del entorno. Por supuesto, cuando nos sentimos seguros, nos expandimos; cuando amenazados, nos contraemos. Nuestros músculos se envaran ante el miedo y se relajan frente a la seguridad. El estar parados, verticales frente al mundo, nos hace percibir el movimiento de extensión y recogimiento, de diástole y sístole, de inspiración y expiración, de la bipolaridad constante del universo y de la vida.

Lo fijo, lo estático, en los seres vivos, es una pura ilusión. Tal como Heráclito enseñara, todo es movimiento, nada es permanente. Y la verticalidad y el eje interior (que es necesario construir de un modo positivo) de los que hablo aquí aluden a ese movimiento que define la condición humana: el movimiento de libertad.

”Al ser erectos somos libres de mirar más allá del borde, ilimitados por viejas imágenes y viejas formas, libres de ser ondulantes, hacia una nueva expresión, libres para ser lo suficientemente fuertes para dar el próximo paso, libres para respirar y generar nuestra propia conciencia en lugar de introyectar el conocimiento de otro […] Párate y sé tú mismo” (Stanley Keleman)

De modo que el bipolar desventurado (aquel que es prisionero de la oscilación desmesurada, de esa inestabilidad emocional que tanto lo hace padecer) es una persona herida en su condición humana, en su verticalidad esencial, por una parte, y por otra, no ha logrado construir ese eje o punto de referencia del cual partir («de pie» y caminando con confianza) para volver a aferrarse a él cuando lo desee o necesite; por eso va y viene, aparentemente sin razón, está descentrado (o, más bien, acentrado porque nunca tuvo un centro) y serpentea o salta en vez de caminar.

La propuesta de cura o alivio de la bipolaridad que vengo propugnando desde hace tiempo está vinculada, precisamente, al enfoque terapéutico en el proceso de ayudar al paciente en la construcción del eje interior, en el logro de su independencia personal y en la pulsación e integración armónica de antagonismos complementarios en todos los aspectos de su vida.

Juegos infantiles

El estar de pie, en primer lugar, nos permite tomar conciencia de nuestra estatura física y relativizarla en relación al mundo, y en segundo lugar, nos hace percibir intensamente a éste como asimétrico e irregular; también nos damos cuenta de que, aunque queramos tornarlo estable, escolástico y lineal, el mundo es oscilante, paradójico y circular. Al mismo tiempo nos abre a un universo de posibilidades y nos permite explorarlo desde otra perspectiva a la par que nos hace vivir la experiencia de abandonar la seguridad de la tierra firme, en contacto con gran parte de nuestro cuerpo, para dejar esa responsabilidad sólo a nuestros propios pies. Nos independizamos, ganamos en autonomía. pero hay en ese salto un cierto riesgo —reitero— de vulnerabilidad e inestabilidad.

Aún antes de estar parado, con frecuencia el niño pequeño es mecido en los brazos de alguno de sus padres, y esa especie de juego le resulta muy agradable, pues siempre sonríe gozoso al compás de ese vaivén (y es de suponer, también, que se siente bien y muy a gusto cobijado en esos brazos que lo sostienen, mientras se desplaza entre ellos de un lado al otro rítmicamente). Más tarde este juego se reemplaza por la hamaca. En ella el niño asciende y desciende, se acerca al punto de equilibrio inestable de donde ha partido y se aleja de éste, una y otra vez, experimenta la vivencia de un péndulo, y si bien al principio es hamacado por lo adultos, poco a poco, va adueñándose de la hamaca y se convierte en el timonel de sus movimientos.

Ahora bien, imaginemos, por un momento, al niño encaminándose decididamente hasta la hamaca, luego sentándose, tomándose de las cadenas y apoyando la punta de sus pies en la tierra para impulsar el movimiento e iniciar su juego, no necesitando ya al adulto para embarcarse en tan excitante viaje; imaginemos el poder que el niño siente en este momento donde él domina y conduce el juego; imaginemos la significación como marca emocional y como experiencia de construcción del eje interior que esto representa; imaginemos al niño no sólo sentado, ahora, sino parado, por propia decisión, sobre la hamaca oscilante, y comenzando a tomar impulso con todo su cuerpo, contrayéndolo y distendiéndolo alternativamente, cada vez con más fuerza, hasta casi quedar volando, y a su vez, regulando la altura hasta donde quiere llegar (y no sólo con la hamaca y su cuerpo, sino también con su coraje, sus pensamientos, su imaginación y sus deseos…).

Pero imaginemos, ahora, a un niño que no se anima a pararse sobre la hamaca (aunque ve cómo otros chicos, a su lado, disfrutan de ello, sin lastimarse ni herir a nadie), que tiene miedo al movimiento, que cierra los ojos al subir, que se marea… Imaginemos que el niño abandona, para siempre, este juego, dominado por estas sensaciones de no poder; imaginemos su frustración y lo que ocurre con su autoestima y con el esquema interno que se forma de su propio equilibrio. Abandona el juego, entonces, y no sólo el de la hamaca sino sobre todo el de la vida, pues al hacerlo, se pierde la oportunidad de realizar una experiencia formadora y sanadora. Esto es precisamente lo que le ocurre al niño bipolar. Él, generalmente, no se para en la hamaca, siempre cierra los ojos al hamacarse, se marea y demanda cercanía, atención y ayuda de los adultos más que el promedio de los otros niños. Pero, sucede, a veces, que llevado por un impulso ciego de realizar hazañas, se sube a una hamaca y se columpia como si no pudiera detenerse, como si no hubiera límites y traspasando todos los riesgos.

Hoy otro divertimento infantil en toda plaza que se precie de tener su espacio para niños: la calesita. Aquí el niño se ensaya en el girar, cuyo antecedente fue el “avioncito” en brazos de alguno de sus padres y cuyo consecuente es el baile. La calesita da vueltas y más vueltas, y como siempre se vuelve a pasar por los mismos lugares, el niño que gira con ella reencuentra aquello de lo que se alejó, por ejemplo, la madre. La calesita actualiza el esquema del eterno retorno, del ciclo de encuentro y separación permanente de la vida, pero, especialmente, de la existencia de un centro en torno al cual rondamos e incluso revoloteamos. Ese centro, que en el juego de la calesita está fuera del niño, es el que él tendrá que ir descubriendo, o más bien, construyendo, adentro de su propio ser para crecer sano de cuerpo, mente y espíritu.

El tobogán y el sube y baja, por su parte, son juegos que, cada cual a su manera, permiten revivir y elaborar esquemas de ascenso y descenso, de subida y caída. En el caso particular del sube y baja, cuyo antecedente es el “caballito” que se le hace a los niños sobre las piernas o sobre los hombros, nos encontramos con un verdadero juego de balanza, con todo lo que esto implica psicológicamente, pues aprendemos que es posible partir de un equilibrio inestable, subir, bajar y volver a subir y bajar (en la vida), para volver al equilibrio inicial (interno) y poner los pies en tierra, más ricos, más expandidos, para dedicarnos sin miedo a otras experiencias, a otros juegos…

Todos estos juegos de plaza (de paso, mencionemos también la importancia del hecho de que estén al aire libre) tienen para el niño una importancia considerable en la tarea de consolidar sus esquemas de movimiento y elaborar emociones conectadas con el poder que estos movimientos otorgan.

Por mi parte, trabajando con niños bipolares, he visto cómo presentan dificultades en estos ejercicios, ya sea, en la destreza corporal, en los efectos secundarios que les provocan (como el mareo, el temor al descontrol) o en los aspectos simbólicos que conllevan, y siempre he fantaseado con la idea de un parque para adultos bipolares con estos juegos, para que puedan enfrentar las vivencias infantiles en las que quedaron, en este punto, detenidos.

Tres esquemas para la construcción del eje interior:

Existen tres esquemas de acción esenciales con los cuales construimos el eje interior: la verticalidad y el movimiento, sobre los que ya hablamos, y el enraizamiento al cual vamos a referirnos ahora.

Estos esquemas son disposiciones que traemos al nacer y que necesitan ser actualizadas para poder desarrollarse y cumplir su función. Este reajuste se produce en base a experiencias concretas —como las mencionadas—; de acuerdo con la naturaleza que ellas tengan y el impacto que generen en la persona, así va ser la modalidad en que estos esquemas van a ponerse en marcha.

El enraizamiento comienza en la concepción y representa una tendencia de la persona a corporizarse, anclarse y existir. El suelo donde echamos raíces no es sólo la tierra material en la cual nos asentamos, sino también todos los “suelos” de los cuales nos nutrimos y donde nos afirmamos. Nuestra madre fue uno de esos suelos; la familia, la tradición, nuestro propio cuerpo, nuestra personalidad (y aquí vale, más que nunca, la idea de «máscara» que conlleva y con la que nos presentamos ante el mundo), las relaciones, la escuela son algunos de los otros asientos posibles.

Lo cierto es que, a como dé lugar, necesitamos estar sólidamente plantados para poder ponernos de pie (en todos los sentidos) y movernos; pero, el miedo a crecer, a ser independientes o dejar que entren en contacto (y en conflicto) afectos enfrentados, pueden ser circunstancias por las cuales queramos apegarnos de un modo enfermizo a lo que creemos que son nuestros fundamentos y, entonces, nos «atornillamos» a esa supuesta seguridad, nos estereotipamos en una imagen de nosotros mismos y también, paradójicamente, nos tornamos más vulnerables. Si el motivo de este estancamiento está causado por sentirnos confusos y desorientados, la oscilación desproporcionada puede ser la respuesta a la cual acudimos a modo de defensa contra el miedo a lo desconocido, a los vaivenes de la vida, al cambio, a las relaciones de pareja… Todo esto sucede cuando la raíces están sólo sustentadas «ortopédicamente» en el afuera, pero no en el adentro.

Estar enraizado es, en suma, pertenecer. No ser un exiliado de nuestra propia interioridad. Es sentir que podemos apoyarnos en un sitio sólido que no está en el exterior sino dentro de cada uno, y que lo externo es sólo la puesta en escena de una certidumbre interna.

Ocurre que cuando tenemos raíces fuertes estamos abiertos a la vida y podemos “verticalizarnos” y «movermos» con seguridad, honestidad y libertad. Entonces, el antagonismo excluyente de los afectos: la bipolaridad desdichada, carece de sentido, pues no tiene territorio donde sembrar sus hierbas destructivas.

Remedios para bipolares:

Las vicisitudes vinculares, emocionales y corporales modelan la historia y el mundo de la persona bipolar en torno a una cierta incapacidad para integrar polaridades y activar un fuerte eje interior, situación que conduce a la inestabilidad desproporcionada y a la ausencia de una sólida verticalidad que haga viable «hamacarse», «girar», «subir y bajar» y «balancearse» sin peligro de perder el centro.

Si esto ha sucedido, ahora nos encontramos con una persona que sufre y manifiesta su padecer en una alternancia extrema y, muchas veces, excluyente, de manía y melancolía. ¿Qué hacer con ella? ¿Cómo ayudarla a recuperar su centro? ¿Cómo despertar sus fuerzas autocurativas?

El punto esencial se basa en que todo tratamiento de un paciente bipolar debe sustentarse sobre el hecho de que su padecimiento no será superado mediante la lucha directa contra él, sino sustituyéndolo por un bien opuesto, y que no será derrotado por medios exteriores a la persona, sino convocando la fuerza interior autocurativa que yace dormida dentro de ella.

La clínica y la experiencia personal me han enseñado que toda persona posee dentro de sí el don de despertar las fuerzas que trabajan por su salud (y aun la fe de que lo logrará), y que la labor primordial del terapeuta debe consistir en ayudar a ese despertar y en respaldar dichas fuerzas. La ciencia ha ido aceptando progresivamente este concepto —al principio visto como mágico—, como fruto de investigaciones sobre el asistente interior (Vernon Coleman), la salutogénesis (Aaron Antonovsky) y resilencia.

Por lo tanto, si colaboramos en que los pacientes escuchen «la voz de la sabiduría interior» y damos amparo a sus fuerzas autocurativas, usualmente estancadas, y contribuimos a que fluyan libremente, estamos ajustando nuestra práctica al orden que establece la naturaleza.

¿Cómo lograrlo? Proponemos una serie de herramientas, como, por ejemplo: desarrollo creativo, expresión artística, gradientes sensoriales, imaginación activa, psicoterapia, vínculos, servicio, rituales simbólicos, danza, práctica del Tai Chi, actividad deportiva, terapias manuales… Toda esta nutrida actividad, organizada en una estrategia terapéutica que llamo Plan de Vida, que se ajustará a cada paciente en particular, para que éste, a su vez, pueda ajustarse al plan y obtener resultados positivos.

Hay una razón específica por la cual no mencioné aún ciertas herramientas, como los remedios farmacológicos y naturales. Esto se debe a que, en relación a este punto, quiero plantear como tesis general la necesidad de fortalecer las “drogas endógenas” (Josef Zehentbauer) de cada persona, por sobre la ingesta abusiva y excluyente de las exógenas, pero sin invalidar, desde luego, las posibilidades terapéuticas que ellas brindan.

Esto implica pensar que cada persona es el propio productor de las drogas que necesita y sólo tiene que recuperar su capacidad para estimular su generación, de acuerdo con sus necesidades y, sobre todo, mediante un aprendizaje adecuado. Así, por ejemplo, la hiperventilación permite el aumento de los psicodélicos endógenos, la endorfina y la dopamina

Los remedios psicofarmacológicos no son en sí mismos negativos o positivos. Son como los cuchillos, que tanto sirven para cortar pan como para herir o matar a otra persona; todo depende en manos de quién esté este cubierto y cuál sea la intención de quien lo use. Lo mismo sucede con los medicamentos: bien empleados y con una visión estratégica y holística que sustente su aplicación, son herramientas nobles.

En la labor terapéutica, para el profesional consciente y honesto primero ha de ser la persona, luego su teoría y después su diagnóstico y tratamiento; del mismo modo, el paciente, primero, debe elegir a una persona cabal y que sea un profesional idóneo, luego tener una visión clara sobre la posibilidad concreta de su curación y finalmente encontrar la técnica que más le sirva a la resolución de sus conflictos.

Y en el proceso del tratamiento específico de la bipolaridad, todos los que estamos involucrados en él tenemos el deber de descubrir que el principal remedio para el bipolar es el bipolar mismo: esta persona que quiere y necesita embarcarse en la ardua aventura de conocerse a sí misma, para lograr la estabilidad emocional, dejar de padecer e intentar ser feliz en esta vida, aquí y ahora. No el médico, ni las teorías, ni los fármacos. (Sin embargo, médico, teorías y fármacos, si se lo proponen, pueden convertirse en excelentes aliados y compañeros del bipolar en este viaje…)